lunes, 22 de diciembre de 2008

Esto es lo que leo, lo que quiero

El jueves tenía que entrar a trabajar a las seis y media. Mi último día (hasta nueva orden) en

Mundo Dulce. En mi bolso había un aviso de Correos y ya eran las seis, pero no me importaba llegar tarde. Podía permitírmelo. Ya había firmado la baja y cobrado el finiquito. Me dirigí a la oficina de Correos y esperé, y esperé.

Dos colas muy largas, donde unos esperaban para enviar y otros para recibir, y entre medio, dando saltos, un niño pequeño que pensaba que estaba allí para enviar la carta a los Reyes Magos o recibir un regalo anticipado de Papa’ Noel. Era lo menos deprimente que había allí. El resto, caras de frío, de impaciencia. Miré el reloj, cómo las agujas estaban cada vez más cerca, en el seis, y me daba igual. No me iba a ir sin el libro.

El libro que empecé a leer la mañana siguiente, en el autobús que me trajo a Logroño, al lado de una señora mayor que olía realmente mal y miraba con desdén la portada, como si tuviera algún derecho a opinar qué debo y no debo leer.

Un vejestorio desdentado se me acerca sigilosamente. Va tan mamado que apenas puede enfocar la vista. Su sexto sentido le dice que soy del sexo femenino. Eso es todo lo que necesita saber. Me pregunta cortés, tímida y patéticamente si me gustaría bailar. Por pura perversidad, le digo que sí. Me pone una mano peluda y sudorosa en la cadera. Pongo una mano, casi sin tocarlo, sobre su hombro. Esta´ empapado de residuos tóxicos. Se pone a tararear en voz baja la canción mientras unas lágrimas mudas le riegan la sucia cara, surcando profundas grietas, pústulas hundidas que infestan sus mejillas. Me imagino que es Bukowski. No andaba muy lejos. Por lo que sé, también él tiene una extensa recopilación de reflexiones de viejo amargado, que guarda en una carpeta ajada en el hotel de paso que posiblemente llamaba su hogar, al otro lado de la calle, cerca del puesto de perritos calientes Nathan’s Famous. Huele a años de comer mal, a alcohol y a sexo solitario. Siento cierta perversa compasión por él. Me doy cuenta de que la única diferencia entre él y yo esta´ en un mal paso de más. Un pago de alquiler menos. Quedarse sin trabajo demasiado pronto. Un desengaño amoroso de más. Y demasiada priva. Casi me entran ganas de acompañarlo a casa. Invitarme yo misma. Limpiar su viejo cuerpo estropeado. Cortarle el pelo, darle un afeitado. Hacerle la manicura. Prepararle el desayuno. Masajear sus pies llenos de agujeros. Se termina la canción. Desisto de mi demente fantasía, me disculpo y me meto en los lavabos de señoras. El revulsivo que necesitaba para acabar de disipar los últimos vestigios de mis ilusiones de ser la Madre Teresa: el único retrete que hay en aquel tugurio esta´ todo embadurnado de vómitos y mierda resecos.

Lydia Lunch.

Paradoxia. Diario de una depredadora.

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